Breve narración de una historia no terminada, como las tantas otras que aguardan en el cajón más pequeño de mi cómoda.
Sintió frío. Por microsegundos un rayo que alumbró la noche le permitió ver el camino que había tomado al atardecer, cuando no le importó salir descalza de casa. Cuando no le importó caminar así unos cuantos kilómetros si con eso encontraba la paz su alma.
Sintió frío. Por microsegundos un rayo que alumbró la noche le permitió ver el camino que había tomado al atardecer, cuando no le importó salir descalza de casa. Cuando no le importó caminar así unos cuantos kilómetros si con eso encontraba la paz su alma.
Al fin regresaría y no sola. Regresaría con él. Pero la muerte se lo quitó y la lluvia de ahora le impedía moverse siquiera a un paso de su lugar escogido como refugio. ¿Qué importa entonces? Podría quedarse la noche entera abrazada a la tierra, mojarse más con su llanto que con la torrencial agua caída del cielo, como si con sus lamentos fuera a conmover el corazón del divino creador, como si con eso él fuera a devolverle la razón a su amado. Y ahora, con esa extraña sensación como a calambre a la garganta cuando queremos llorar, pero tenemos que hablar para defendernos o qué sé yo, desahogar la pena:
La más hermosa tarde de primavera, adornada la pradera con gramíneas, el celeste agua de un cielo limpiamente despejado; mutando con los tenues rayos solares, inverosímiles colores que parecieran haber sido sacados de la paleta de un gran pintor, un surrealista sin duda.
Esto me suena, se parece al inusitado momento en el que confluyen el amor y la filosofía ocular, cuando salimos del escollo que es la realidad, dejamos de ser unos gregarios para ver más allá de lo evidente y seguimos las voliciones del corazón. Entonces todo es perfecto: perfecta la vida, perfecta la muerte; porque la realidad es irrisoria para nosotros cuando queremos que así sea para ser felices por dos segundos. Y si tan solo en la existencia del hombre pudiéramos extrapolar esta idea, de seguro nos ahorraríamos litros de tinta roja en la sección policiales de los diarios, cansada de tantos suicidas. Pero claro, todo esto es posible solo en un futuro perfecto.
Translúcidas gotitas de agua sobre los pétalos amarillos, cristalizándolos, convirtiéndolos en espejos del alma y del cuerpo, reflejándo el rostro del amado, sus cejas y sus ojos.
Ella, extasiada al verlo aspirar la fragancia de la fresca hierba.
Él, regalándole al cielo una meditabunda y madura mirada, a ratos mirando las hojas que se arremolinan en sus pies como queriéndo llevárselo a una realidad paralela; simulando ser la alfombra del brujo Kalamake como en The Isle of Voices de Stevenson.
Dos corazones naturalistas en pleno delírium, mientras la tarde agoniza y el cielo se tiñe de púrpura, rumbo a la oscura noche.
Eso es todo, y luego él murió de pena. Mentira.
¿Quién fue el tramoyista que cerró el telón del teatrín?. Lo ando buscando para preguntarle qué paso luego, cuál fue el fin de la historia porque ahora que recuerdo solo éramos él la soledad y yo.
No hay nadie más a quién preguntar, tal vez imaginar sea la solución, idealizar un final que todo mundo ya sabe cuál es: la odiada bestia apocalíptica llega y se lo lleva, muere como en toda tragedia griega.
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